Muerte en la Catedral


Muerte en la Catedral.

 (Gianella Riffo)



No podía respirar.
 
Mis oídos pintaban, mis manos temblaban, mi tráquea se había cerrado por completo y luchaba por llevar aire a mis pulmones.

«Se lo merecía, era mala persona» volvió a decir el coro de voces en mi cabeza.

El jadeo que solté de asombro, retumbó en la paredes de la catedral como un eco, que se fue casi al instante.

Mi mirada se estaba nublado por las lágrimas que trataba de retener.

¡Mentirosas!

—Di-dijeron… — traté de formar una oración coherente, pero era imposible. Mi garganta estaba muy dañada, mi voz casi no se escuchaba y no tenía el valor de enfrentarlas. Es en ése momento en dónde el pánico empieza ha ser notorio en mi sistema.

No quería vivir así.

No quería vivir escuchando las voces en mi cabeza, no quería vivir siendo débil, no quería vivir obedeciendo a los demás. No quería vivir…

Mire el cuchillo, que ahora estaba en el suelo de la catedral manchado con la sangre de Faustino Gazziero, por un asesinato que yo había provocado.

«Se lo merecía, era mala persona» volvieron a repetir las voces.
 
Me agaché y recogí el cuchillo.

Yo también era una mala persona, yo también me lo merecía. 
Apreté el cuchillo en mi mano y la acerque a mi muñeca. Sabía que me arrepentiría después de esto.

La sangre que salía de las cortadas que estaba haciendo, era una humedad tibia, con su recorrido mojaba mis pantalones y al caer al piso lo hacía de una forma sonora, que era agradable.

Me senté en el charco de sangre que estaba echo, porque sentía mis piernas débiles.

Las lágrimas que había tratado de retener todo este tiempo, al fin fueron liberadas y corrieron con facilidad por mis mejillas, para juntarse con la sangre en el piso.

Ya no se podía hacer absolutamente nada para parar el torrente caliente que provenía de mis muñecas.
 
Escuché a alguien decir mi nombre con desesperación y agonía, pero no podría responderle. No podría moverme…

Mi boca se abrió para hablar, pero lo único que salió de ella fue un gemido de desesperación, reflejando el dolor punzante de mis muñecas, ya que apenas me deja pensar con claridad. Siento que estoy bailando en un limbo de semiinconsciencia y en el que lucho, sin darme cuenta, para mantenerme a flote.

Los recuerdos de lo ocurrido vienen a mí como flashes rápidos y claros.

«Mátalo, es mala persona» Las voces no dejaban de repetir esa frase. Tenía un dolor de cabeza muy fuerte y me estaba exasperando.

Al final, agarré un cuchillo y fui a la catedral, con un claro objetivo: matar al sacerdote Faustino Gazziero. Cuando llegué, él estaba terminado la misa y aproveché para enfrentarlo.

El bullicio de la gente y la insistentes voces repitiendo una y otra vez la frase: «Mátalo» llegaron al punto de enloquecerme, a tal grado que no tuve mucha consciencia del asesinato.

—Rodrigo… — pronunció mi nombre débilmente, cuando sintió el arma atravesarlo lentamente.

Las voces dejaron de escucharse, después de obedecerles. Me había liberado, pensé en ese momento.

Saqué el cuchillo de su cuerpo lentamente, dejando que sufriera.

El sacerdote cayó de rodillas frente a mí.

Él colocó sus manos en dónde antes había estado el arma. Pero fue imposible retener el sangrado. 

Estaba sintiendo el dolor, desesperación e irá, que el provocó en mi hace años atrás. Su túnica blanca se manchaba, de la misma forma en la que él había manchado la mía cuando tenía quince años.





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